ERRANCIA Y MELANCOLÍA EN LA POESÍA DE ELISIO JIMÉNEZ SIERRA
Lázaro Álvarez
Aunque no siempre toda apariencia corresponda a una esencia, mucho de lo que constituye el núcleo de los grandes temas de la poesía de Elisio Jiménez Sierra, desde Archipiélago Doliente hasta lo último publicado, pueden ser relacionados, casi desde su primera lectura, con los de la nostalgia y la trashumancia o los de la errancia y la melancolía. En todo caso, y sin que esta perspectiva quite la validez de cualquier otra, estos mismos pueden abrirnos un punto de vista provechoso para leer (o derivar a través de) esta poesía.
La nostalgia y la errancia son experiencias muy recurrentes en nosotros, ambas señalando siempre el movimiento de un regreso hacia sí mismos o el deseo de algo ausente, que, como una extraña paradoja de nuestra manera de estar presentes, constituyen la expresión de la experiencia profunda de una pérdida fundamental. Son a su vez, dos conceptos no casualmente encontrados, sino muy estrechamente relacionados entre sí. El sentido de ambos remite necesariamente a un concepto absolutamente moderno que se relaciona con el problema de la búsqueda de un lugar esencial, es decir, con el reconocimiento y la noción de sujeto puesta en crisis en la experiencia que hace de sí mismo el hombre de nuestro tiempo.
Brevemente, podríamos revisar de qué modo, efectivamente, ambos temas se presentan y se relacionan en gran parte de la poesía del poeta Elisio Jiménez Sierra. La primera evidencia, la encontramos en el título mismo de su primer libro: Archipiélago doliente, en cuanto que allí se señala una clave esencial de su lectura: como puede adivinarse, la carga simbólica que por lo general se encierran en las imágenes de lo insular, en este caso, del archipiélago. Una de las imágenes más recurrida del imaginario del refugio y del paraíso perdido (aparte de muchas otras como el cuarto de la infancia, la patria, la casa, la cabaña, el altar, el círculo, etc) es la imagen de la isla, en todo lo que sugiere de espacio cerrado, espacio de una interioridad. Así mismo, como metáfora por excelencia del refugio o de la búsqueda de refugio que se presenta a sí misma como retorno hacia un lugar difícil sino imposible de recuperar.
Esto es, más o menos, lo que nos dice Marie-Cecile Jul, para quien, incluso, la noción de iniciación, pudiera también acompañar o circunscribir dinámicamente a toda imaginación del refugio. Puede haber, así, un más allá del refugio o un refugio mítico dentro del cual se arraiga y hacia el cual tiende todo refugio ejemplar cuyo alcance pudiera tener el carácter de un retorno, incumplido o no. Habría entonces una nostalgia inherente a toda imaginación del refugio que posee, como ya dijimos, en la imagen de la isla –como símbolo de la “patria perdida”, de la “aldea sumergida”, del lugar borrado o del lugar esencial inencontrado- una de las imágenes más frecuentes en lo que concierne a las imágenes del espacio.
Y esta nostalgia es precisamente la de esa “isla de la bruma” de su primer poema, la “isla vaga de la infancia”. “Pero mi infancia es nada:/ la sombra de un camino/ por donde a veces llamo/ a los que me han querido.../ Nada:/ bruma de una isla vaga; impasible a mi grito!...” . Es que la isla constituye, a riesgo de caer en el estereotipo, uno de los símbolos espaciales de mayor riqueza simbólica. Lugar remoto, es también, por excelencia, el lugar cerrado o clausurado por el deseo. El deseo mismo de una fijeza, de un cese de la movilidad constante y de todo aquello que se opone a la errancia: “lugar de ósmosis, en su cualidad de límite, de franja, que le otorga un rol semejante al de una membrana: el agua que rodea la isla se expande en los sedimentos de la playa al tiempo que la tierra de la isla se disuelve y se aligera en la arena de esta misma playa” (Guhl).
Es también, por lo mismo, esa nostalgia que casi seguidamente menciona como “Nostalgia de la noches bajo cielos extraños”, sintetizada quizás en la imagen central de una “rosa bostezante” y que se podría llegar a ser, como en “Sangre de fantasmas”, “nostalgia dolorosa de ver un camposanto”.
Esta nostalgia es, en su sentido etimológico, el dolor (algos) del retorno (nostos).
Pero, en este caso, el nostos del poeta no se cumple en una Itaca que satisfaga y cierre definitivamente el impulso de la búsqueda. Se trata de un nostos muy moderno. Se trata, como dice Jankelevitch, de “un deseo de retorno que ningún retorno colma”.
Puede cobrar, además, otras apariencias y presentarse en relación, por ejemplo, con el tema de lo erótico. En cuyo caso, el eros se expresa como deseo humano de reducir los límites de su condición a fin de acceder a una totalidad. En el fondo de toda auténtica experiencia erótica, hay una aspiración al infinito. Tal como en los neoplatónicos, el amor puede ser pretexto de superación de lo ruinoso, lo separado, lo fragmentario o lo múltiple que puede hacer posible la conquista de una Unidad superior. Aun cuando solo sea perentoriamente, y en su fugacidad, la experiencia del eros reconforta esa aspiración a la totalidad y a un sentido de lo infinito, que se añora o del cual también se padece de nostalgia. Así son esas “tibiezas de mujeres”, “nostalgias de perfumes lejanos en mi vida...”. Con todo lo que el perfume tiene de medio de expresión de algo lejano y esencial, pues, su atributo es el de la intensidad y el emanar de lo más íntimo.
Pero dicha nostalgia puede tomar, inclusive, las formas de una intimidad otra. Aparece, entonces, la relación de esta nostalgia y de ese imaginario de la isla con la alteridad y la negatividad como otro extremo de su figuración. Este espacio de lo íntimo, a pesar de que se sueñe dichoso, muy a menudo “no impide que se case idílicamente con la muerte y sus sortilegios (...). La isla es también un sueño de Thánatos. La regresión nostálgica puede reunir el reposo del sueño eterno (Jul). También Gilbert Durand lo ha señalado: la isla se inscribe dentro del gran isomorfismo de la muerte y de la intimidad maternal por el cual el romanticismo manifestó una gran fascinación. Y ello por lo que tiene de lugar de quieto reposo, por su significación como retorno al lugar primordial, al insular retiro del vientre de la madre en el dulce y sereno estado de lo no-nacido.
Quizás esto (la intimidad de la muerte suscitada por la intimidad de la isla) ilumine mejor la presencia de otros temas con marcados tonos elegíacos, al lado de los ya señalados del desarraigo y la nostalgia, como queda suficientemente representado (aparte de “sinfonías humildes”, “El entierro de Cleogás Riera”, “El requinto de Cándido Pérez” o “Teoría de tu anticipada fuga”) de modo muy excepcional en esa pieza magistral de nuestra poesía como lo es “Los habitantes de la nada”: “Los muertos son instantes/ que se nos han perdido/. Instantes confundidos con las piedras/ o con el infinito”.
La presencia de esta ausencia, la manifestación de esta pérdida fundamental, se anuda y se cruza además, como si fuese una variante de este mismo sentimiento, con el tema del viaje ( a veces del viaje iniciático vivido como una muerte simbólica que da acceso a una nueva realidad) y de la errancia, también de un modo muy particular. Más que en Archipiélago doliente o Sonata de los sueños en Los puertos de la última bohemia, sin faltar en aquellos. No el simple y acogedor paseo sino la errancia como búsqueda siempre insatisfecha de sí mismo, como nostos incumplido permanentemente.
“Cosmopolita y regional”, a un mismo tiempo, ahora se trata del viaje como necesidad o como posibilidad. El “vino color de muchas patrias” o los “anises de melancolía” se levantarán entonces por el deseo de un “más allá” siempre inabordable, siempre más lejano. La nostalgia y la trashumancia se originan en un “corazón remoto”. Y así como se establece una dinámica entre interioridad y exterioridad en el imaginario de la isla, también en el de la errancia se establece una dinámica entre las imágenes de la fijeza y las del movimiento.
Es natural, por tanto, que, en “Renuncia del desterrado” de Sonata de los Sueños se afirme con tanta propiedad: “Aquí nos quedaremos, corazón. De aquí nunca/ partiremos ya más” (...) “Suspiraremos por los horizontes/ y por los muelles... por una mujer”, (...) “Somos los olvidados/ los que ya deshojaron el ansia de partir”. Pero que termina afirmando, al fin y al cabo: “A uno de esos países que la luna ha llorado/ vámonos esta noche, corazón, a morir...”.
Constantemente encontramos las marcas de este desplazamiento, como, de nuevo, en “Parábola del río Tocuyo”: “Hoy busco, ya sin greyes de ilusiones/ que arredilar al son de tus canciones, / la huella de mi antigua trashumancia...”.
Pero en Puertos de la última bohemia, como dijimos, todo ello se hace mucho más evidente, incluso en versos aparentemente menos obvios como cuando dice, para destacar la excepcional centralidad de una experiencia de la lejanía: “Siempre sufrí de azules y me embriagué de brumas”. Dolor de lejanía de tan singular hechura que, como podemos ver, también “embriaga”, hasta casi compartir los atributos de la experiencia mística.
Y en otros que pueden causarnos una impresión aún más duradera, cercanos a versos que nos recuerdan a los de la Balada del viejo marinero de Coleridge, cuando la lluvia dice al poeta, teniéndose a sí misma como objeto del viaje: “Nada buscas/ yo soy la nave y tu eres el remador fantasma”. O cuando resurge el tema amoroso otra vez unido íntimamente a los demás, en “La gallega del bar”. “...llevo en el alma la sirena, / de un navío que siempre iza la entena / hacia una rada que tal vez ni existe”.
Más que la presencia del spleen baudelaireano y de su “horror del domicilio”, también se nos hace patente lo que Baudelaire afirmaba del viaje en el último poema de Las flores del mal: “pero verdaderos viajeros son aquellos que parten por partir”. Y esa es la impronta ineludible de este libro repitiéndose en casi todos sus poemas como un ritornello incantadore: “Otra vez la nostalgia de hallarme no sé donde./ En París, en Toledo, en el suburbio chino/ de Nueva York, ‘a tout pays du monde’. / A veces me seducen las comarcas del vino/ Champagne, Oporto, Udino,/ y a veces los anacoretas/ en el Asia Menor y el Ponto Euxino”.
Desde Ovidio y Séneca hasta hoy (pienso en Rimbaud, Conrad, Stevenson, Segalen, Kafka, Proust, Handke, Becket, Borges, Cavafis, etc) la errancia y el desarraigo ha sido condición e imagen misma de la escritura literaria. Muchos de los más notables pensadores de hoy –Heidegger, Flusser, Levinas, Derrida, Badiou- convienen en que la errancia y el desplazamiento constante constituyen una condición básica del hombre de hoy. La errancia es uno de los eventos mayores de nuestro tiempo. Para el Heidegger de 1929, la errancia pertenece ya a la constitución íntima del Dasein (del ser-en-el mundo) frente a lo cual el hombre histórico se encuentra inevitablemente comprometido.
Y en esta poesía, el viaje, unido muchas veces a la imagen del bar y a la de la experiencia erótica, es así, posibilidad. Pero también, tal como lo puede ser el espacio imaginario del bar, es margen, pasaje, penumbra, limes profundamente simbólico de esa dinámica entre una fijeza y un desplazamiento. Formas necesarias y constantemente renovadas de un nostos que se produce y se reproduce, que se repite gozosa o melancólicamente como un recurso de renovación de sí mismo.
Tampoco aquí nos resulta casual la relación que se ha hecho siempre entre escritura y viaje, ni la relación entre la escritura y el trabajo del duelo que acaece por la pérdida: constituye la imagen mítica del poeta inclinado sobre su escritura, tan semejante al nunca bien reconocido Ángel de la Melancolía de Durero. La escritura asume entonces el mismo contenido del trabajo del duelo, a través del cual, el sujeto, es decir, el poeta, recompone en su interior el objeto perdido. Freud destaca la familiaridad entre el luto y la melancolía (Trauen und Melancholie, escrito en 1915) pero reconoce que a esta última la diferencia una pérdida desconocida: un objeto perdido que nunca puede identificarse claramente. No hay por tanto, en la melancolía, la pérdida de un objeto que era propio sino que su duelo es un luto por un objeto inapropiable. De allí que para Giorgio Agamben, esta estrategia del melancólico, “delimita una escena en la cual el yo puede entrar en relación con (lo ficticio) e intentar una apropiación con la que ninguna pérdida podría poner trampas”. Es decir, mi duelo por lo que he perdido, pero que en realidad nunca he tenido realmente, es un modo de apropiarme de aquello que nunca he poseído, abrazándolo de un modo tal que no pueda ya perderse en su modo de ser ausente. Superando, de ese modo, la experiencia esencial de lo “perecedero” o de la fugacidad del mundo, o, por lo menos, al intentarlo, elevar dicha experiencia a un nuevo plano en que pueda ser vivida. De allí también, la ambigüedad de la melancolía, que no es sino un proceso erótico que, en sus dos extremos, se presenta como don o como enfermedad, como “fascinación nigromántica” o como “aptitud para la iluminación extática” (Agamben).
En la escritura opera una estrategia similar. Freud mismo lo afirma expresamente en “Consideraciones sobre la guerra y sobre la muerte” ( y también en “Lo perecedero”, de 1915), en cuya ocasión dice que la literatura puede ser un sustituto de lo que perdemos en la vida y reconciliación con la muerte, a la cual puede el poeta atravesarla repetidamente en la objetivación de la escritura, resultando de ella una posibilidad de supervivencia. Lo que quiere decir, más que simple compensación de lo perdido, la única –la irrenunciable- posibilidad de trascendencia de ese doble movimiento que yace en la objetivación insólita, casi impensable, de la presencia de una ausencia.
Pero, aparte de ello, quizás todas estas formas, y las dinámicas que las sostienen, sean formas puras del deseo y del vértigo ante la experiencia del infinito, ese lugar donde se “tascan tinieblas y se chapotean mutismos”. Formas que vienen de la entrañable necesidad de nuestro poeta de reafirmarse como hombre libre y como conciencia de la propia fugacidad, en la cual también se manifiesta ese infinito, tensa y paradójicamente. Es lo que se dice en muchos de estos versos y lo que ocurre, por lo común, en la buena poesía, que es lenguaje que dice siempre otra cosa que lo que dice, tan magnífica y enigmáticamente.
Errancia y melancolía, entonces, como espacio y tiempo de una escritura. Lo que debe rehacerse siempre. Lo que debe siempre reiniciarse pero cuyo modo de ser es constantemente la promesa. Pero también, trabajo y batallar contra todo cansancio, búsqueda no de un nuevo lugar sino, y a cada vez, del “lugar nuevo”. Labor del entusiasmo, expectativa de otra luz y fertilidad paradójica de la posibilidad y la permanencia: “Yo he luchado, en tus fondos musicales/ con el sexo y el vino hasta la aurora”.
E.J.S. : SUITE NEGRA
Ennio Jiménez Emán
1
Desde Archipiélago Doliente (1942), poemario inicial, hasta Poemas del Monje Laico (1998) último libro lírico editado póstumamente, la poesía de Elisio Jiménez Sierra está poblada de atmósferas nocturnas, de voces inquietantes, de presencias fantasmáticas y metafísicas. “En la noche, Mar Muerto de aridez y congoja”, proclama un verso suyo en “Sinfonía bárbara”, poema del primer libro refiriéndose a una “siniestra gata coja / de acerbas y diabólicas pupilas amarillas”, alimaña que deambula por los tejados recortada contra una luna roja “que le sugiere torvas y crueles pesadillas”. Si bien es cierto que la mayor parte de la obra poética de Jiménez Sierra está signada por el optimismo vital y el goce sensual de la existencia, por la bohemia festiva, entre otros tópicos, presentes en libros suyos como Sonata de los sueños (1950); Los puertos de la última bohemia (1975), también es cierto que desde sus textos poéticos iniciales y en libros posteriores, incluso de ensayo: Psicografía del Padre Borges (1965), Viajes con Lovecraft a la ciudad del sol poniente (1977), el tema o asunto tanático, la desazón metafísica, lo sepulcral en el poeta larense constituyen igualmente una constante permanente. Existe entonces en nuestro poeta una vertiente negra, una tendencia hacia lo oscuro y lo nocturno de tinte romántico; incluso hacia lo gótico y demoníaco, especialmente en los textos del “monje laico” –alter ego del poeta- que es muy explícita en la poesía de Jiménez Sierra, un “adorador de momias quiméricas y en ruina”, como lo definiera Andrés Eloy Blanco.
2
En su libro inicial está muy presente esta atmósfera opresiva de tribulación metafísica. Es más, se constituye en el leitmotiv central de todo el volumen. El sujeto poético (1) deambula erráticamente en un marasmo de pesadez y sombra, habitando un “archipiélago doliente” existencial, asistiendo a un destierro vital donde está condenado a vagar por siniestras islas interiores donde las instancias son: la bruma, el destierro, la vigilia, la agonía, la muerte constituyéndose este periplo psíquico insular en un viaje doloroso, lacerante. Desde los momentos de bohemia donde se escuchan canciones dolientes o se entonan salmodias tristes; igualmente en otras celebraciones festivas como la “Nochebuena” o el “Año Nuevo” (así se titulan sendos poemas suyos) en los que más allá del festín y del jolgorio colectivos el sujeto no encuentra sosiego: “En todos me ha roído la angustia el corazón (“Año Nuevo) hasta las instancias más anodinas del vivir cotidiano, todo está signado por la pesadumbre. El sujeto es presa de la melancolía, la nostalgia, el desencanto, la soledad: “Velarios de tinieblas se hunden como cuchillos vegetales / en las carnes de ilusión de la soledad desamparada.” (“Assopissement”).
En Archipiélago Doliente vemos que presencias agoreras también hostigan al sujeto poético, constituyéndose bien en estados y situaciones externas que atizan su sensibilidad, o bien en instancias interiores que corroen y atenazan su psique: “Voces inconexas / salidas de las grietas de las piedras sonámbulas” (“Teoría de tu anticipada fuga”); presencias metafísicas que “Rumian la soledad y arañan el olvido.”; “Se alimentan de negro / y beben el silencio doliente de las tardes coronadas de olivos”. (“Los habitantes de la Nada”).
3
En los poemas de Archipiélago doliente, creo, están presentes ciertas premisas del Romanticismo nocturnal, metafísico y tanático. La noche, el infinito y la muerte están entretejidos en la concepción romántica del mundo. Podríamos afirmar que el mito de la noche es romántico, al igual que el de la muerte y el del infinito. Es más, estos últimos dos estados confluyen en la noche, que es, según el Romanticismo, el símbolo de lo Absoluto.
Bajo la advocación de la poética romántica (Elisio alguna vez se definió como poeta neorromántico), en el poema “Assoupissement”, vemos en una imagen surrealista a la noche como emisaria del dolor y de la pena:
Tengo todo el silencio entre los dedos
que le nacieron a mi dolor bajo la noche!
Y en “Sangre de fantasmas”, encontramos expresada la presencia romántico-tanática. Se pregunta el sujeto poético:
¿Qué tendría la noche?...
-La noche, sí, la noche! ¿Qué tendría?... Y mis ojos
sintieron una horrible
nostalgia de ver un camposanto!...
Igualmente, me pregunto, ¿qué es lo romántico sino la embriaguez de infinito? Los románticos reconocen al infinito como única realidad ante la cual lo finito, es decir, la vida, el hombre, el mundo son sólo manifestaciones o revelaciones suyas. El poema “Los habitantes de la Nada”, de Archipiélago doliente trasunta una concepción metafísica imbuida de Romanticismo y en él se transparenta que la breve y fantasmática vida humana constituye “un aleteo sobre el fondo de la vida cósmica”, (2).
Los muertos son instantes
que se nos han perdido.
Instantes confundidos con las piedras
y con el infinito!...
4
A las “mujeres de una noche” que frecuenta en los rincones de las tabernas y los cafés nocturnos, el sujeto las percibe con escéptica e irónica mueca y les habla con lenguaje agrio y acerbo. “Beberemos sin fe”, le confiesa a una de ellas, oyendo la taciturna melodía “del nocturno / de aquella mandolina sevillana”. (“Solo de mandolina”). Para el sujeto casi siempre las mujeres o musas compañeras de ocasión trasuntan el hastío y la desilusión. A través de ellas se perciben “mi desencanto y mi melancolía, dice en tono quejumbroso. Las mujeres del amor efímero sólo fueron “sombras errantes”: “Las alegría de la vida se me fue con el polvo / de las últimas sombras de sus pupilas negras” (...) “soplando las cenizas de mis horas alegres / que se han ido muriendo como estrellas en mi alma”. (“Mujeres de una noche”).
5
Entre las variopintas mujeres y musas -siempre dignificadas, aunque en ocasiones le conduzcan al tedio, la melancolía o la desilusión- que pululan en la poesía de Jiménez Sierra y que comparten con el poeta el sentido festivo de la vida, encontramos entre otras, la bella dama ocasional y triste sans merci pero con encantos sensuales (la gallega del bar, una turista) o la refinada y exquisita (la geisha peregrina, la devota musulmana); la virgen serena de inspiración bíblica o litúrgica, las musas latinas y lotianas ( a lo Pierre Loti), prerrafaelitas o dannunzianas; las doncellas espiritualizadas y las venus cortesanas, “princesas de la erotidia”. E igualmente al lado de ellas y como contraparte, en el lado agónico de la existencia aparecen la musa vesperal, frágil e inasible del Romanticismo sombrío que estudió Mario Praz; las bellezas malditas y decadentes, las misteriosas monjas conventuales de matices un tanto diabólicos (las venus calva, la virgen a medias).
(...)
Tu alma en el sagrario triste alumbra
tu soledad de frustración primera;
y en criptas de pasión ruge la fiera
que al pan de castidad no se acostumbra.
De noche ya, por entre las pilastras
te sentirás con la cadena a rastras
cruzar tu alma de terrores llena.
Y a la puerta del claustro silenciario
acudir a Satán, presto belvario,
a quitarle del todo la cadena.
(“Virgen a medias”)
Poemas del monje laico.
El yo poético, entonces, se debate en estos dos libros de Elisio que estamos tratando, entre la mujer sensual, la mujer espiritualizada y un ideal de belleza que aúna el morbo del mal y la muerte. Este otro soneto del libro antes mencionado presenta igualmente a las novicias tentadas por Satán y las brujas en los claustros:
En la penumbra de los claustros suena
la pezuña del sátiro y la escoba
de la bruja se esconde en la alacena,
o tras la falsa puerta de la alcoba.
Si el plenilunio nimba la caoba
el rosedal donde el cocuyo pena,
y el viento arrastra mirras de azucena,
Satán el sueño a las novicias roba.
(...)
(“Rodillas de castigo”)
6
En sus ensayos también Elisio aborda los temas de lo necrofílico, la satánico y lo sepulcral. En Psicografía del Padre Borges, en el capítulo “Características del Romanticismo” se extiende en el estudio de la poesía de los sepulcros, las criptas y los cementerios desde sus orígenes occidentales en un lúgubre y lírico viaje por los camposantos: desde los Salmos, pasando por el profeta o en la Ilíada en el pasaje de la muerte de Patroclo; Jesús y Lázaro en la resurrección. “El renacimiento italiano puso en boga, la evocación elegíaca de las ruinas y de los sepulcros de Roma: nostálgico anhelo que ya con prelación Dante y Petrarca habían sentido y expresado hondamente”, escribe Elisio. Y sobre la época del Romanticismo anota: “Por aquel tiempo Europa estaba convertida en una inmensa piedra sepulcral a donde concurrían a llorar sus dolores, verdaderos o fingidos, los melenudos corifeos del parnaso romántico.”
Páginas más adelante lleva a cabo una pesquisa de Satán por los predios de la literatura y la religión en el capítulo titulado “El diablo y su mano zurda”. Allí puntualiza la presencia del ser maldito y caído desde la serpiente del Génesis o la Estrella de la Mañana, Lucifer, de la Escritura, pasando por el Cancerbero griego hasta llegar al personaje de John Milton, Baudelaire, Heine, Carducci, Juan Valera y en Venezuela al del presbítero y poeta Carlos Borges, quien concibe al personaje como un sátiro o macho cabrío con alas membranosas de murciélago, y por añadidura zurdo. Apunta Elisio sobre el aciago personaje: “Nada tiene en común el Demonio borgiano con el que Michelet describe en La sorciére, apuesto y viril, rey de la vida libre y peligrosa, príncipe de las fuerzas cósmicas, acicate y energía del espíritu humano, guía, intercesor, abogado y refugio de los perseguidos, de los vejados y afrentados por la Iglesia, por el Estado y por los grandes señores”. Y tomando un epígrafe del cuentista alemán Hoffman reivindica para la poesía al príncipe de las tinieblas: “¡Oh Satanás, Satanás! Creo que tras este demonio se esconde algún fantasma que pertenece a la más elevada poesía”.
NOTAS
Aquí nos referimos preferiblemente al sujeto poético, que bien sabemos es el yo lírico que presentan los textos, el cual a la vez parte de la experiencia y la biografía de su autor, e igualmente es ficcional, simbólico y literario: es una máscara, una persona poética.
Eduardo Azcuy, El ocultismo y la creación poética. Monte Ávila Editores, Caracas, 1982, p. 62-63.
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